Corría el año de 1970 y mis papás tuvieron en
Cozumel la agradable visita de unos compadres suyos. Era la temporada de
vacaciones y los amigos decidieron comprar una excursión a la Isla de la Pasión
en la que se ofrecía pescar con cordel, nadar y divertirse en aquel lugar,
además de disfrutar una deliciosa comida que incluía cebiche de caracol y
pescado a las brasas, acompañado de refrescos y cervezas.
La Isla de la Pasión es en realidad un islote de la
misma Cozumel, ubicado a unos 10 kilómetros del muelle principal, bordeando por
la costa hacia el norte. En 1970 yo tenía cinco años y era el más ilusionado en
viajar ahí. Había otros niños sí, pero yo era el local y me sentía amo y señor
de la situación.
Por la mañana de ese día salimos del muelle unas tres
parejas de adultos, tres o cuatro niños, el capitán de la embarcación y su
ayudante, en total no más de doce personas.
El sol estaba radiante, el cielo despejado y las
olas apacibles. Surcábamos por las aguas cozumeleñas como estuviéramos en una
alberca y recuerdo que empecé a farolear con mis padres, que dizque yo los
protegía. Los tomaba de las manos y les decía “no tengan miedo no va a pasar
nada”. Me supongo que debieron haberse reído hasta el cansancio con mis poses
de “salvatore”.
Durante el trayecto anzueleamos algunos peces que
posteriormente serían guisados por la tripulación. Todo era bello: cielo, mar,
cervezas, refrescos, ambiente, en fin, no había una sola mancha. Al llegar a la
Isla de la Pasión nos encontramos con una auténtica sucursal del Paraíso. Ahí
comimos y chapoteamos un rato, y cuando más divertidos estábamos el capitán
observó el cielo, le hizo algunos comentarios a su chalán y nos gritó que
teníamos que retirarnos inmediatamente. Los adultos le pidieron una explicación
y el “capi” les dijo que venía un mal tiempo, algo inesperado.
El panorama, sin embargo, no concordaba con sus
palabras: cielo azul, sol intenso, mar en completa calma. Aun así levantamos
nuestras cosas y abordamos el bote. Como a los 10 minutos de haber partido de
la Isla de la Pasión el cielo empezó a oscurecerse, y las aguas, antes
bonancibles, comenzaron a picarse. No sé qué gaviota le habrá pasado la
información al capitán pero tenía razón, se estaba iniciando un temporal.
Media hora después el escenario ya era completamente
adverso. Las olas se volvieron más ofensivas, el sol se retiró y nuestra
embarcación empezó a zarandearse como cáscara de nuez. Ahora eran mis padres
quienes me protegían y yo estaba sumamente asustado. Los adultos se daban ánimos
unos a otros diciendo que todo estaba bajo control, pero el rostro del capitán
–mezcla de seriedad y preocupación– no me daba buena espina.
Cuando más picado estaba el mar, cuando las olas
empezaron a verse más amenazantes y los gritos de “¡No se preocupen!” fueron
suplidos por los de “¡Agárrense fuerte!” y “¡No se suelten!”, aparecieron
aletas dentro del agua; estábamos rodeados de aquellos picudos triángulos
irregulares y todos gritamos ¡¡¡TIBURONEEES!!! Fue hasta entonces que el
capitán intervino aclarándonos: “No señores no son tiburones, son delfines”.
Una manada de cetáceos que viajaba al sur de Cozumel en busca de refugio nos
encontró en su camino. Era obvio que no acudieron a nuestro rescate, sin
embargo, el simple hecho de sabernos rodeados por ellos nos sacó de la histeria
y encima nos inyectó ánimo.
Lo que a continuación vi marcó mi vida:
Los delfines empezaron a realizar formaciones en
fila india. Dejamos de gritar para fijarnos en sus movimientos, porque a
nuestros costados –daba la sensación– creaban escudos para aminorar la
intensidad de las olas y estabilizar la embarcación. Hacia el frente iba otro
grupo de avanzada. El capitán no quitaba la vista de los punteros; no había que
ser muy experto en cuestiones marinas para darnos cuenta que aquellos nos
estaban guiando y así nos enfilaron hacia la rada cozumeleña en donde
–literalmente– nos dejaron sanos y salvos. Ahí los vimos partir, no sin antes
juguetear un rato con la embarcación, y en aguas menos profundas alcanzamos a
ver su pícara sonrisa. Desde aquel día supe de la amistad que existe entre los
delfines y los humanos…
Francisco Verdayes Ortiz
fverdayes@hotmail.com
fverdayes@hotmail.com
Cancún, Quintana Roo, México
24 de febrero de 2013
Anexo...
NO ESTUVO FEO, ESTUVO REFEO, DICE MI SACROSANTA...
Les agradezco infinitamente a todos los amigos que
me han estado comentando, fuera de Facebook, la anécdota que publiqué en mi
muro, el domingo pasado (24 de febrero), misma que intitulé "Nuestros
amigos del mar". Es un relato que pudiera parecer un cuento, pero fue un
hecho real.
Acabo de platicar con mi madre, hace unos minutos, y
me aclara:
1) Que no tenía cinco años sino entre tres o cuatro.
2) Que yo gritaba "Soy muy joven para
morir". jajajaa...
3) Que no exageré en la percepción que tuve sobre el
peligro que vivimos, pues el capitán recomendó que la gente adulta se amarrara
a la embarcación para no salir disparada al mar.
4) Que no pudimos costear antes, es decir pegarnos a
la costa porque era zona rocosa y el capitán consideró que podíamos impactar la
embarcación y salir heridos o muertos.
5) Que la cosa fue tan seria que los compadres de
mis papás aseguraron que no volverían a Cozumel después de tan terrible
experiencia.
En conclusión: Me quedé corto, no estuvo feo, estuvo
REFEO. Si no la han leído se llama "Nuestros amigos del mar", está en
mi muro y hago un merecido homenaje a esos seres de sonrisa pícara que aquel
día nos rescataron.
Francisco Verdayes Ortiz
fverdayes@hotmail.com
fverdayes@hotmail.com
Cancún, Quintana Roo, México
26 de febrero de 2013
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