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domingo, 10 de marzo de 2013

NUESTROS AMIGOS DEL MAR


Corría el año de 1970 y mis papás tuvieron en Cozumel la agradable visita de unos compadres suyos. Era la temporada de vacaciones y los amigos decidieron comprar una excursión a la Isla de la Pasión en la que se ofrecía pescar con cordel, nadar y divertirse en aquel lugar, además de disfrutar una deliciosa comida que incluía cebiche de caracol y pescado a las brasas, acompañado de refrescos y cervezas.

La Isla de la Pasión es en realidad un islote de la misma Cozumel, ubicado a unos 10 kilómetros del muelle principal, bordeando por la costa hacia el norte. En 1970 yo tenía cinco años y era el más ilusionado en viajar ahí. Había otros niños sí, pero yo era el local y me sentía amo y señor de la situación.

Por la mañana de ese día salimos del muelle unas tres parejas de adultos, tres o cuatro niños, el capitán de la embarcación y su ayudante, en total no más de doce personas.

El sol estaba radiante, el cielo despejado y las olas apacibles. Surcábamos por las aguas cozumeleñas como estuviéramos en una alberca y recuerdo que empecé a farolear con mis padres, que dizque yo los protegía. Los tomaba de las manos y les decía “no tengan miedo no va a pasar nada”. Me supongo que debieron haberse reído hasta el cansancio con mis poses de “salvatore”.

Durante el trayecto anzueleamos algunos peces que posteriormente serían guisados por la tripulación. Todo era bello: cielo, mar, cervezas, refrescos, ambiente, en fin, no había una sola mancha. Al llegar a la Isla de la Pasión nos encontramos con una auténtica sucursal del Paraíso. Ahí comimos y chapoteamos un rato, y cuando más divertidos estábamos el capitán observó el cielo, le hizo algunos comentarios a su chalán y nos gritó que teníamos que retirarnos inmediatamente. Los adultos le pidieron una explicación y el “capi” les dijo que venía un mal tiempo, algo inesperado.

El panorama, sin embargo, no concordaba con sus palabras: cielo azul, sol intenso, mar en completa calma. Aun así levantamos nuestras cosas y abordamos el bote. Como a los 10 minutos de haber partido de la Isla de la Pasión el cielo empezó a oscurecerse, y las aguas, antes bonancibles, comenzaron a picarse. No sé qué gaviota le habrá pasado la información al capitán pero tenía razón, se estaba iniciando un temporal.

Media hora después el escenario ya era completamente adverso. Las olas se volvieron más ofensivas, el sol se retiró y nuestra embarcación empezó a zarandearse como cáscara de nuez. Ahora eran mis padres quienes me protegían y yo estaba sumamente asustado. Los adultos se daban ánimos unos a otros diciendo que todo estaba bajo control, pero el rostro del capitán –mezcla de seriedad y preocupación– no me daba buena espina.

Cuando más picado estaba el mar, cuando las olas empezaron a verse más amenazantes y los gritos de “¡No se preocupen!” fueron suplidos por los de “¡Agárrense fuerte!” y “¡No se suelten!”, aparecieron aletas dentro del agua; estábamos rodeados de aquellos picudos triángulos irregulares y todos gritamos ¡¡¡TIBURONEEES!!! Fue hasta entonces que el capitán intervino aclarándonos: “No señores no son tiburones, son delfines”. Una manada de cetáceos que viajaba al sur de Cozumel en busca de refugio nos encontró en su camino. Era obvio que no acudieron a nuestro rescate, sin embargo, el simple hecho de sabernos rodeados por ellos nos sacó de la histeria y encima nos inyectó ánimo.

Lo que a continuación vi marcó mi vida:

Los delfines empezaron a realizar formaciones en fila india. Dejamos de gritar para fijarnos en sus movimientos, porque a nuestros costados –daba la sensación– creaban escudos para aminorar la intensidad de las olas y estabilizar la embarcación. Hacia el frente iba otro grupo de avanzada. El capitán no quitaba la vista de los punteros; no había que ser muy experto en cuestiones marinas para darnos cuenta que aquellos nos estaban guiando y así nos enfilaron hacia la rada cozumeleña en donde –literalmente– nos dejaron sanos y salvos. Ahí los vimos partir, no sin antes juguetear un rato con la embarcación, y en aguas menos profundas alcanzamos a ver su pícara sonrisa. Desde aquel día supe de la amistad que existe entre los delfines y los humanos…


Francisco Verdayes Ortiz
fverdayes@hotmail.com
Cancún, Quintana Roo, México
24 de febrero de 2013

Anexo...

NO ESTUVO FEO, ESTUVO REFEO, DICE MI SACROSANTA...

Les agradezco infinitamente a todos los amigos que me han estado comentando, fuera de Facebook, la anécdota que publiqué en mi muro, el domingo pasado (24 de febrero), misma que intitulé "Nuestros amigos del mar". Es un relato que pudiera parecer un cuento, pero fue un hecho real.

Acabo de platicar con mi madre, hace unos minutos, y me aclara:

1) Que no tenía cinco años sino entre tres o cuatro.
2) Que yo gritaba "Soy muy joven para morir". jajajaa...
3) Que no exageré en la percepción que tuve sobre el peligro que vivimos, pues el capitán recomendó que la gente adulta se amarrara a la embarcación para no salir disparada al mar.
4) Que no pudimos costear antes, es decir pegarnos a la costa porque era zona rocosa y el capitán consideró que podíamos impactar la embarcación y salir heridos o muertos.
5) Que la cosa fue tan seria que los compadres de mis papás aseguraron que no volverían a Cozumel después de tan terrible experiencia.

En conclusión: Me quedé corto, no estuvo feo, estuvo REFEO. Si no la han leído se llama "Nuestros amigos del mar", está en mi muro y hago un merecido homenaje a esos seres de sonrisa pícara que aquel día nos rescataron.

Francisco Verdayes Ortiz
fverdayes@hotmail.com
Cancún, Quintana Roo, México
26 de febrero de 2013






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