Andaba
por los 19 años de edad, era mi época de estudiante de periodismo y esa mañana
me levanté muy temprano para viajar de la ciudad de México a mi natal Cozumel en donde pasaría las vacaciones de
julio y agosto con mis padres.
Como
el boleto me lo habían comprado ellos no llevaba más que una mochila y escasos
50 mil pesos, de los de 1984, es decir 50 de los actuales. Mis viejos me
estarían esperando en el aeropuerto de la isla así que ¿en qué más podría gastar?
Pero ese día el destino me tenía reservada una sorpresa.
Cuando
llegué a confirmar mi boleto la chica de Mexicana de Aviación me dijo que lo
lamentaba mucho, pero que el vuelo ya estaba cerrado ¿pero por qué? Sucede que
me confundí de hora. Lamentablemente tomé como referencia otro horario y en vez
de llegar con sobrada antelación –como suponía– arribé a la terminal aérea una
hora más tarde.
Muy
gentil la señorita me dijo:
–Pero
no se preocupe lo puedo programar para el siguiente vuelo que es dentro de una
hora.
–Ah,
pero ¿se puede? – Le pregunté extrañado ya que nunca en mi vida había perdido
un vuelo.
–Sí
claro que se puede, nada más paga la diferencia…
Para
darles una idea: si el boleto costaba a mil pesos (o un millón como se decía en
esa época) la diferencia era más o menos como del 30 por ciento, es decir que
tenía que sacar en esos momentos 330 pesos y asunto arreglado. El problema es
que yo sólo llevaba 50 ¿quién demonios me iba a prestar 280 en esos momentos?
Confiado en que siempre me encontraba a un paisano formado en las filas pensé
que en menos de media hora tendría el dinero en las manos.
–Sí
señorita, sí lo voy a querer nada más que, mire, ahorita regreso porque estoy
esperando a un amigo que ya está a punto de llegar – ¡Qué va!…Ni muerto hubiera
reconocido que no tenía más que 50 pesos en la bolsa.
No
sé qué haya ocurrido en el aeropuerto internacional Benito Juárez de la ciudad
de México pero ese día no se apareció ni un maldito cozumeleño. Transcurrían
los minutos que a mí me parecían segundos y nada. Para no “perder tiempo” me
formé en la larga fila en donde debía pagar la diferencia. Al fin y al cabo
estaba segurísimo que alguien llegaría a mi auxilio, pero no ocurrió así. Me
sudaban las manos y se me hizo un hueco en el estómago. Solamente eran 280
mugrosos pesos, una cantidad ridícula pero suficiente para que no abordara el
avión.
Para
mi desgracia la fila avanzaba con fluidez y en menos de lo que canta un gallo
ya estaba frente a la encargada a quien le entregué el boleto, sacó la cantidad
que ya antes me habían advertido y mientras eso sucedía yo volteaba hacia todos
lados en busca de un milagro guadalupano que nunca llegó.
La
chica se dio cuenta que estaba en problemas porque era más que evidente mi
nerviosismo…
–¿Y
bien? – Me dijo– lo va a querer ¿o no?..
No
sé cómo pude hacerlo pero lo hice:
Desesperado
por la situación saqué de mi mochila una grabadora reportera que me habían
traído de Estados Unidos. Era una auténtica maravilla moreliana ¿eh? Tenía
micrófono adicional, “chupones” para grabar las conversaciones telefónicas,
bueno… El equipo costaba mucho más que el viaje redondo, así de fácil… La
asenté en el mostrador y le dije: “cómpremela no sea mala onda. Necesito 300
pesos y esto vale mucho más que eso”…
La
joven me miró de frente y de reojo vio la grabadora. No había que ser un
erudito para darse cuenta que el aparatito valía mucho más de lo que yo pedía.
Pude verle el SÍ en los labios, no sé si para ayudarme o para aprovecharse de
la situación, pero justo en ese momento escuché la voz de un hombre que venía
detrás de mío:
“No
se la acepte – dijo–… ¿Cuánto es? Yo lo pago”…
Sacó su cartera, liquidó el monto y me liberaron el pase de abordar,
entonces quise entregarle mi grabadora pero la rechazó. Era joven como yo,
aunque pienso que seis años más grande, tal vez unos 24 o 25. Vestía impecable
con corbata y traje negro.
–
¿Usted es de Cozumel? – Le pregunté.
–No,
soy de aquí del D.F…
–Pero
va para Cozumel…
–No,
voy para Guadalajara…
–¿Y
me conoce?
–No…
–Deme
su número de cuenta y le prometo que llegando a mi tierra, mi familia le va a
depositar la cantidad que usted me acaba de prestar…
El
joven trajeado se sonrió y me dijo: “Mira, sí de verdad me quieres pagar, algún
día, en algún momento, alguien se ve a atravesar en tu camino y lo vas a
encontrar en la misma situación en la que te encontré yo… Yo estoy pagando una
deuda”. Estrechó mi mano, dio la media vuelta y se fue. Nunca supe quién era.
Cuatro
años después ya había olvidado por completo este detalle y regresaba a Cozumel
pero ahora por camión desde la ciudad de Mérida.
En
el embarcadero de Playa del Carmen me
formé en la fila para comprar mi boleto y delante de mí iba una señora con un
par de chiquillos. Cuando quiso pagar se dio cuenta que no llevaba el monedero,
lo había extraviado o se lo habían robado –que sé yo– el caso que se jalaba los
cabellos. Le suplicó al de la taquilla que le cobraran en Cozumel, que ahí la
esperaba su esposo pero el empleado fue inflexible… “Deme los boletos, yo se
los pago en Cozumel…”, decía casi al borde de las lágrimas la angustiadísima
señora. Para mí fue un “flashback”. Saqué mi cartera y pagué los tres boletos
ante la sorpresa de quienes atentos seguían el drama.
Una
vez apartados de la escena la mujer no hallaba cómo agradecérmelo. Me preguntó
si le conocía, le respondí que no. Me dijo que no me preocupara por el dinero,
que su esposo me lo devolvería tan pronto llegáramos al muelle de Cozumel,
insistía una y otra vez en que la plata me sería devuelta, y entonces aproveché
para decirle: “Señora si verdad quiere pagármelo, algún día, en algún momento,
se va a encontrar a alguien que va a estar en la misma situación que usted, y
ahí me lo va a pagar porque yo en estos momentos estoy saldando una deuda”.
Francisco
Verdayes Ortiz
fverdayes@hotmail.com
Cancún,
Quintana Roo, México,
28
de septiembre de 2012
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