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domingo, 10 de marzo de 2013

¿LOCURA O MILAGRO? UNA HISTORIA QUE MANTUVE CALLADA




Dedicado a los creyentes y a los NO creyentes…

Nunca fui un buen alumno en la secundaria y mi “coco” –como el de muchos– siempre fueron las matemáticas. No había año que no estuviera en los exámenes de recuperación.

Andaba por los 15 años de edad cuando decidí que hasta la secundaria llegaría mi azarosa vida estudiantil, pues la escuela no era lo mío. No sé por qué razón se me complicaba tanto esta materia, el caso es que por más que me esmerada nomás no me entraba a la razón.

Reprobar matemáticas en la recta final de la secundaria fue un verdadero golpe al corazón de mis padres. Ellos ya se veían en la fiesta de graduación; incluso mi viejo consiguió que un connotado empresario cozumeleño fuera mi padrino, pero uno de los requisitos para poder estar en esa fiesta era no adeudar materias. Tenía entonces la posibilidad de los exámenes de recuperación y aun así las cosas se me complicaron. Reprobé la primera y no recuerdo si también la segunda instancia, el caso es que quedé fuera de la noche de graduación.

Días después vi a mi padre llorar como un niño mientras que hablaba por teléfono y recuerdo que todavía, estúpidamente, quise bromearlo, pero mi madre me paró en seco y me aclaró que aquellas lágrimas eran precisamente por mí. A mí “Jefe” le había dolido que su hijo estuviera dentro de los marginados ¿Cómo decirle al padrino que siempre no? Mis padres esperaban mucho de mí, y los decepcioné.

Sin embargo, lo más grave estaba por venir. Aunque si bien la mencionada fiesta quedaba atrás, todavía estaba por definirse si salía de la secundaria o debía repetir el ciclo escolar. Todo dependía de mí y de mi última oportunidad conocida como “examen extraordinario”.

LAS FIGURAS GEMELAS DE SAN JUDAS

Nunca he sido una persona muy cercana a la religión, y por esas fechas lo más aproximado que estuve a la espiritualidad fue la celebración de mi Primera Comunión, que realicé en la capital del país. Al catecismo habré ingresado casi de contrabando, con un curso ya muy avanzado, sin exámenes de por medio y honestamente sin mucha vocación por parte mía, tendría unos siete años de edad cuando eso ocurrió.

Contrario a mi indiferencia hacia lo sacro, mi madre sí suele ir a misa y desde hace muchos años es fiel devota de San Judas Tadeo; santo al que suele encomendarse con menuda frecuencia. La primera vez que escuché el nombre de San Judas pensé que era una broma ¿cómo puede ser santo el hombre que traicionó a Jesucristo? La corrección me llegó al instante, casi a punto de coscorrones: uno es Judas Tadeo,  el otro es Judas Iscariote, nunca más los volví a confundir.

A finales de los 70, mi madre y una hermana suya se hicieron de un par de figuras de San Judas Tadeo que compraron en alguna tienda especializada en la capital del país. Las dos decían que era una imagen hermosa, pero como no era un tema que me interesara pues nunca lo vi al detalle. Una de esas “hermosuras” se quedó en la casa de mis abuelos, en el Distrito Federal, y la otra viajó hasta Cozumel en donde radicábamos. Mi madre incluso presumía que cuando lo llevó a bendecir a la iglesia de San Miguel, el sacerdote de la isla (Padre Javier Orozco Camarena) pidió que lo donaran, pero el San Judas regresó sano y salvo a la casa, y una vez que lo asentó en su tocador ya no volvió a salir de su cuarto.

EL EXAMEN EXTRAORDINARIO
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De regreso al punto de partida, el examen extraordinario era mi última oportunidad para salir de la secundaria. No asistir a la fiesta pasaba a segundo término, ahora lo importante era no reprobar el año. Me preparé con mucho entusiasmo para la prueba que incluía un ejercicio matemático que jamás aprendí en T-O-D-O lo que duró el curso, y en vez de pedir ayuda, le aposté a lo que “medio me sabía”, terrible error.

El día del examen había cinco o seis compañeros que estaban en igual situación. No sé si habrá sido mi percepción, pero a ellos los veía relajados. Habían llegado a esas instancias por flojera, por descuido o qué sé yo. Empero, lo mío era patológico, siempre reprobaba matemáticas y la única vez que no ocurrió me sentí raro, como que algo me faltaba.

Llegado el momento nos sorprendió a todos ver que el maestro envío a un suplente en su lugar. Me sentí como un condenado a muerte cuya ejecución ni siquiera amerita al verdugo titular. Me sudaban las manos y el corazón me palpitaba a mil por hora. Iniciado el examen el suplente sentenció: “Tienen una hora, lo que no puedan responder en una hora no lo van a responder NUNCA…”

Cuando eché el primer vistazo al examen pensé que mi suerte había cambiado, pero en la última hoja venía el MALDITO ejercicio del que no sabía NADA. A lo largo de todo el curso nunca lo entendí, nunca lo estudié y ese no era el mejor día, ni para entenderlo ni para estudiarlo. Nada más de verlo mi mente se bloqueaba.

Ante la amenaza de que sólo disponíamos de una hora, opté por responder y realizar los ejercicios menores que –de acertar– me daban 70 puntos, y en consecuencia la aprobación. Apostaría todo a esos 70 puntos, y me olvidaba de los 30 del complicado y traumatizante ejercicio final. Lo mejor era ignorarlo.

Como la idea era pasar, no importando el cómo, cuando sentí que me había trabado intenté sacar un “acordeón”, pero el maestro adjunto me vio de inmediato y de fea forma me quiso arrebatar el examen. La presión a la que estaba sometido me hizo comportarme como un perro al que quitan su plato de comida, hasta el maestro retrocedió creyendo que le asestaría un golpe, luego me amenazó con reportar que estaba copiando y finalmente solté la prueba, y al hacerlo sentí que también estaba soltando mi vida. Había sido un año muy complicado, incluso de pensamientos suicidas.

Cuando regresé a mi casa me sentí destruido. No había nadie y me refugié de inmediato en mi recámara. Me derrumbé sobre el suelo y solté el llanto. Luego, empecé a reírme como un tonto y mi risa se hizo incontrolable. Llegué a las carcajadas, cada vez en un tono más grave y más extraño, jamás las he vuelto a escuchar y espero no volver a escucharlas en lo que resta de mi vida.

Entre las risotadas, fuera de mi control, alcancé a apreciar a la distancia, a un ser exactamente igual a mí. Ya no era yo quien reía sino él, me supongo que este desdoblamiento tendrá una explicación psicológica o psiquiátrica, pero el tipo reía y se reía de mí. Juro que todavía hoy –hasta el momento de escribir estas líneas– se me eriza la piel nada más de recordar.

En ese momento sentí miedo, cerré los ojos, no quise verlo, y con mis brazos me protegí. Quise gritar pero no pude, quise correr pero tenía el cuerpo engarrotado, y así, con lo que me quedaba de fuerza me lancé sobre un crucifijo que tenía en mi cama, lo aprisioné sobre mi pecho y con todo mi corazón dije: “¡¡¡DIOS MÍO AYÚDAME!!!” volví a caer al suelo…

A pesar de que la risa se apagó, no quería voltear a ver. Luego, todo se fue volviendo calma. Mentiría si dijera cuántos segundos pasaron, pero cuando alcé la mirada alcancé a ver de reojo (a mi derecha) a un hombre sentado sobre mi cama. Era un hombre como de entre 28 y 30 años, delgado, nunca lo vi parado, siempre sentado. Pelo negro, barba cerrada pero recortada, muy amable y sonriente con los brazos cruzados como diciéndome “platícamelo todo”.

En ese momento yo me encontraba sentado sobre el suelo, en la punta derecha de mi cama, del lado opuesto de la cabecera. Su presencia no me espantaba, por lo contrario me brindaba tranquilidad, su rostro me resultaba familiar, como el de alguien a quien no recuerdas pero de qué lo conoces, lo conoces. Vestía tenis, pantalón de mezclilla azul intenso y una playera tipo polo en color rojo. Cuando quise hablarle no pude, apenas una pregunta que salió de mi pensamiento, pero no de mi voz. Era el inicio de una charla telepática cuyo diálogo aún recuerdo a la perfección, como si hubiera sucedido ayer:

– ¿Quién eres? – Le pregunté
– ¿Quién soy?.. Eso es lo de menos, lo importante es que estoy aquí.
– ¿Ya estoy loco verdad? Estoy viendo cosas que no existen
– No, no estás loco… Estás razonando así que no estás loco… Y sí, sí existo
– No me digas que eres Dios…
– No, efectivamente no soy Dios… – me decía muy sonriente
– ¿Sabes? Lo que pasa es que no tienes idea de lo que me está pasando ¬– le dije
– Te equivocas – me respondió– sí sé lo estás viviendo y estoy seguro que vas a salir adelante
– ¿Tú crees?
– Por supuesto… pero tienes que creer en ti… Sientes que le has fallado a tus padres…
– Sí, les fallé y muy feo…
– En realidad te fallaste a ti… pero vas a salir
– ¿Pero y el examen de matemáticas?
– ¡Hay por favor!…
– No respondí el ejercicio… y el maldito ejercicio valía 30 puntos del examen…
– Bueno… ten fe…

Metido en mis preocupaciones no me di cuenta en qué momento desapareció… Habré cruzado, ya sin verlo, unas cuatro o cinco frases más, y así como llegó, se fue. Yo estaba seguro que aquello fue un espejismo, que simplemente me dormí despierto. Cuando pude reaccionar, reflexioné conmigo mismo: “Qué loco estoy, primero me veo a mí mismo y luego a un tipo de barbas sentado sobre mi cama”. Todo había sido tan real que estaba convencido se trataba de un sueño; un estado catatónico en el que yo mismo habría colocado las palabras que necesita oír. No me quedaba la menor duda, mi imaginación me había mostrado el lado amargo y el lado dulce de la vida aunque, me quedaban algunas espinitas ¿Por qué todo había ocurrido a plena luz del sol? ¿De dónde conocía yo al tipo de las barbas?

GRACIAS A DIOS

Un par de días después mi madre solicitó al maestro de matemáticas estar presente al momento de la calificación. El profesor era una persona dura que no se dejaba intimidar por nadie, ni siquiera por la mirada de mi “Jefa”, que ya es decir mucho.

El maestro fijó la hora y llegamos puntuales a la cita. El edificio de la secundaria estaba vacío porque todo el mundo estaba de vacaciones. Era el momento de la verdad. Yo tenía la plena confianza de que los primeros 70 puntos eran míos, y en el supuesto caso de que hubiera un error, aun así llegaría a 60, calificación más que suficiente para brincar la situación, pero de los otros 30 puntos (los de la última hoja) ni hablar, esos estaban fuera de mi presupuesto por una sencilla razón: jamás desarrollé el ejercicio, no lo hice y ni siquiera lo intenté.

Cuando el maestro inició la calificación en presencia de mi madre y vi como cayeron las primeras “palomas”… una buena, dos buenas, tres buenas… Me puse muy contento, pero el viento cambió de dirección, y tras los primeros aciertos llegaron tres errores seguidos, y al final un acierto más, para sumar un total 40 puntos. Ya no quise ver más e incliné la cabeza. Sin embargo, para mi sorpresa el profesor pasó a la hoja final y le escuché decir, “Si desarrollaste bien el ejercicio tienes 30 puntos más, y si no, pues paleta”. Luego se quedó callado y empezó a palomear supervisando cada parte del proceso… Bien, bien, bien… Volví la vista al examen y me preguntaba ¿Qué está haciendo el maestro? ¿Qué examen está calificando si yo NO desarrollé el ejercicio? Pero ahí estaba, era mi letra, eran mis apuntes, eran mis números…

Sobre el examen el maestro colocó la calificación de 7 pero me advirtió que en la boleta aparecería como seis. Yo todavía le pedí la última hoja para ver lo que “había desarrollado”. Estuve a punto de confesarle al maestro que yo no había hecho eso, pero de haberlo dicho, además de “burro”, habría pasado por fantasioso. En el trayecto de regreso a la casa, mi madre alcanzó a decir: “Pues gracias a Dios pasaste el examen”… Recuerdo muy bien aquel momento porque le respondí: “Pues sí, tienes toda la razón… Gracias a Dios”…

¿Acaso era posible que un tipo tan alejado de la religión tuviera una revelación de esa índole? Yo pude haber imaginado lo que ocurrió en mi cuarto, pero ¿quién hizo el ejercicio matemático de la última hoja? Esa ya no era mi imaginación. Lo platiqué con un amigo que era monaguillo, luego lo quise abordar con un psicólogo, pero el momento se fue diluyendo y además me tomarían por mariguano o protagónico.

SÍ, SÍ ES ÉL

De vacaciones en la ciudad de México le platiqué a uno de mis primos mayores, que por aquel tiempo era muy religioso y muy metido en estos temas, lo que me había sucedido, y cuando terminé de contarle me pidió detalles sobre la descripción física del personaje. Me sometió a un interrogatorio grueso y pensé que era para agarrarme en la mentira, pero al final concluyó: “No, no era Jesús al que tú viste, el que se te apareció fue otro” Luego me llevó al cuarto de su madre (hermana de la mía), en donde estaba la imagen gemela de San Judas Tadeo… Lo tomó en sus manos y entonces me dijo:

– Velo bien… ¿Era él?...
–¡Carajo! Sí, efectivamente, ese era el rostro del hombre al que había visto… En sueños, catatónico, borracho o mariguano, pero había platicado con el santo al que le reza mi madre. Muchos años después sabría que se le conoce como “El santo de las causas imposibles”. Mi madre le rezaba a él y le pedía por mí, pero por qué pude verlo yo, si ella lo merecía más.

Con el certificado de la secundaria en la mano les prometí a mis padres que seguiría estudiando sólo para darles la satisfacción de estar en una fiesta de graduación, aunque en realidad estuvieron en dos: en la fiesta de la preparatoria, y en la fiesta de mi carrera profesional cuando me gradué como licenciado en periodismo.

Durante 30 años mantuve con reservas este suceso por temor a que la gente se burlara de mí, pero pienso que sí las cosas malas tienen publicidad por qué esto no debía darse a conocer. Sigo siendo muy escéptico y muy alejado de la iglesia, pero lo que me ocurrió aquella tarde fue muy raro y muy bello ¿Locura o milagro? Cada quien tendrá su propia definición. En tanto, les anexo una foto con la imagen de San Judas Tadeo que mi madre aún mantiene en su cuarto.

Francisco Verdayes Ortiz
Cancún, Quintana Roo, México
Miércoles 28 de septiembre de 2011

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