Dedicado
a los creyentes y a los NO creyentes…
Nunca
fui un buen alumno en la secundaria y mi “coco” –como el de muchos– siempre
fueron las matemáticas. No había año que no estuviera en los exámenes de
recuperación.
Andaba
por los 15 años de edad cuando decidí que hasta la secundaria llegaría mi
azarosa vida estudiantil, pues la escuela no era lo mío. No sé por qué razón se
me complicaba tanto esta materia, el caso es que por más que me esmerada nomás
no me entraba a la razón.
Reprobar
matemáticas en la recta final de la secundaria fue un verdadero golpe al
corazón de mis padres. Ellos ya se veían en la fiesta de graduación; incluso mi
viejo consiguió que un connotado empresario cozumeleño fuera mi padrino, pero
uno de los requisitos para poder estar en esa fiesta era no adeudar materias.
Tenía entonces la posibilidad de los exámenes de recuperación y aun así las
cosas se me complicaron. Reprobé la primera y no recuerdo si también la segunda
instancia, el caso es que quedé fuera de la noche de graduación.
Días
después vi a mi padre llorar como un niño mientras que hablaba por teléfono y
recuerdo que todavía, estúpidamente, quise bromearlo, pero mi madre me paró en
seco y me aclaró que aquellas lágrimas eran precisamente por mí. A mí “Jefe” le
había dolido que su hijo estuviera dentro de los marginados ¿Cómo decirle al
padrino que siempre no? Mis padres esperaban mucho de mí, y los decepcioné.
Sin
embargo, lo más grave estaba por venir. Aunque si bien la mencionada fiesta
quedaba atrás, todavía estaba por definirse si salía de la secundaria o debía
repetir el ciclo escolar. Todo dependía de mí y de mi última oportunidad
conocida como “examen extraordinario”.
LAS
FIGURAS GEMELAS DE SAN JUDAS
Nunca
he sido una persona muy cercana a la religión, y por esas fechas lo más
aproximado que estuve a la espiritualidad fue la celebración de mi Primera
Comunión, que realicé en la capital del país. Al catecismo habré ingresado casi
de contrabando, con un curso ya muy avanzado, sin exámenes de por medio y
honestamente sin mucha vocación por parte mía, tendría unos siete años de edad
cuando eso ocurrió.
Contrario
a mi indiferencia hacia lo sacro, mi madre sí suele ir a misa y desde hace
muchos años es fiel devota de San Judas Tadeo; santo al que suele encomendarse
con menuda frecuencia. La primera vez que escuché el nombre de San Judas pensé
que era una broma ¿cómo puede ser santo el hombre que traicionó a Jesucristo?
La corrección me llegó al instante, casi a punto de coscorrones: uno es Judas
Tadeo, el otro es Judas Iscariote, nunca
más los volví a confundir.
A
finales de los 70, mi madre y una hermana suya se hicieron de un par de figuras
de San Judas Tadeo que compraron en alguna tienda especializada en la capital
del país. Las dos decían que era una imagen hermosa, pero como no era un tema
que me interesara pues nunca lo vi al detalle. Una de esas “hermosuras” se
quedó en la casa de mis abuelos, en el Distrito Federal, y la otra viajó hasta
Cozumel en donde radicábamos. Mi madre incluso presumía que cuando lo llevó a
bendecir a la iglesia de San Miguel, el sacerdote de la isla (Padre Javier
Orozco Camarena) pidió que lo donaran, pero el San Judas regresó sano y salvo a
la casa, y una vez que lo asentó en su tocador ya no volvió a salir de su
cuarto.
EL
EXAMEN EXTRAORDINARIO
.
De
regreso al punto de partida, el examen extraordinario era mi última oportunidad
para salir de la secundaria. No asistir a la fiesta pasaba a segundo término,
ahora lo importante era no reprobar el año. Me preparé con mucho entusiasmo
para la prueba que incluía un ejercicio matemático que jamás aprendí en T-O-D-O
lo que duró el curso, y en vez de pedir ayuda, le aposté a lo que “medio me sabía”,
terrible error.
El
día del examen había cinco o seis compañeros que estaban en igual situación. No
sé si habrá sido mi percepción, pero a ellos los veía relajados. Habían llegado
a esas instancias por flojera, por descuido o qué sé yo. Empero, lo mío era
patológico, siempre reprobaba matemáticas y la única vez que no ocurrió me
sentí raro, como que algo me faltaba.
Llegado
el momento nos sorprendió a todos ver que el maestro envío a un suplente en su
lugar. Me sentí como un condenado a muerte cuya ejecución ni siquiera amerita
al verdugo titular. Me sudaban las manos y el corazón me palpitaba a mil por
hora. Iniciado el examen el suplente sentenció: “Tienen una hora, lo que no
puedan responder en una hora no lo van a responder NUNCA…”
Cuando
eché el primer vistazo al examen pensé que mi suerte había cambiado, pero en la
última hoja venía el MALDITO ejercicio del que no sabía NADA. A lo largo de
todo el curso nunca lo entendí, nunca lo estudié y ese no era el mejor día, ni
para entenderlo ni para estudiarlo. Nada más de verlo mi mente se bloqueaba.
Ante
la amenaza de que sólo disponíamos de una hora, opté por responder y realizar
los ejercicios menores que –de acertar– me daban 70 puntos, y en consecuencia
la aprobación. Apostaría todo a esos 70 puntos, y me olvidaba de los 30 del
complicado y traumatizante ejercicio final. Lo mejor era ignorarlo.
Como
la idea era pasar, no importando el cómo, cuando sentí que me había trabado
intenté sacar un “acordeón”, pero el maestro adjunto me vio de inmediato y de
fea forma me quiso arrebatar el examen. La presión a la que estaba sometido me
hizo comportarme como un perro al que quitan su plato de comida, hasta el
maestro retrocedió creyendo que le asestaría un golpe, luego me amenazó con
reportar que estaba copiando y finalmente solté la prueba, y al hacerlo sentí
que también estaba soltando mi vida. Había sido un año muy complicado, incluso
de pensamientos suicidas.
Cuando
regresé a mi casa me sentí destruido. No había nadie y me refugié de inmediato
en mi recámara. Me derrumbé sobre el suelo y solté el llanto. Luego, empecé a
reírme como un tonto y mi risa se hizo incontrolable. Llegué a las carcajadas,
cada vez en un tono más grave y más extraño, jamás las he vuelto a escuchar y
espero no volver a escucharlas en lo que resta de mi vida.
Entre
las risotadas, fuera de mi control, alcancé a apreciar a la distancia, a un ser
exactamente igual a mí. Ya no era yo quien reía sino él, me supongo que este
desdoblamiento tendrá una explicación psicológica o psiquiátrica, pero el tipo
reía y se reía de mí. Juro que todavía hoy –hasta el momento de escribir estas
líneas– se me eriza la piel nada más de recordar.
En
ese momento sentí miedo, cerré los ojos, no quise verlo, y con mis brazos me
protegí. Quise gritar pero no pude, quise correr pero tenía el cuerpo
engarrotado, y así, con lo que me quedaba de fuerza me lancé sobre un crucifijo
que tenía en mi cama, lo aprisioné sobre mi pecho y con todo mi corazón dije:
“¡¡¡DIOS MÍO AYÚDAME!!!” volví a caer al suelo…
A
pesar de que la risa se apagó, no quería voltear a ver. Luego, todo se fue
volviendo calma. Mentiría si dijera cuántos segundos pasaron, pero cuando alcé
la mirada alcancé a ver de reojo (a mi derecha) a un hombre sentado sobre mi
cama. Era un hombre como de entre 28 y 30 años, delgado, nunca lo vi parado,
siempre sentado. Pelo negro, barba cerrada pero recortada, muy amable y
sonriente con los brazos cruzados como diciéndome “platícamelo todo”.
En
ese momento yo me encontraba sentado sobre el suelo, en la punta derecha de mi
cama, del lado opuesto de la cabecera. Su presencia no me espantaba, por lo
contrario me brindaba tranquilidad, su rostro me resultaba familiar, como el de
alguien a quien no recuerdas pero de qué lo conoces, lo conoces. Vestía tenis,
pantalón de mezclilla azul intenso y una playera tipo polo en color rojo.
Cuando quise hablarle no pude, apenas una pregunta que salió de mi pensamiento,
pero no de mi voz. Era el inicio de una charla telepática cuyo diálogo aún
recuerdo a la perfección, como si hubiera sucedido ayer:
–
¿Quién eres? – Le pregunté
–
¿Quién soy?.. Eso es lo de menos, lo importante es que estoy aquí.
–
¿Ya estoy loco verdad? Estoy viendo cosas que no existen
–
No, no estás loco… Estás razonando así que no estás loco… Y sí, sí existo
–
No me digas que eres Dios…
–
No, efectivamente no soy Dios… – me decía muy sonriente
–
¿Sabes? Lo que pasa es que no tienes idea de lo que me está pasando ¬– le dije
–
Te equivocas – me respondió– sí sé lo estás viviendo y estoy seguro que vas a
salir adelante
–
¿Tú crees?
–
Por supuesto… pero tienes que creer en ti… Sientes que le has fallado a tus
padres…
–
Sí, les fallé y muy feo…
–
En realidad te fallaste a ti… pero vas a salir
–
¿Pero y el examen de matemáticas?
–
¡Hay por favor!…
–
No respondí el ejercicio… y el maldito ejercicio valía 30 puntos del examen…
–
Bueno… ten fe…
Metido
en mis preocupaciones no me di cuenta en qué momento desapareció… Habré
cruzado, ya sin verlo, unas cuatro o cinco frases más, y así como llegó, se
fue. Yo estaba seguro que aquello fue un espejismo, que simplemente me dormí
despierto. Cuando pude reaccionar, reflexioné conmigo mismo: “Qué loco estoy,
primero me veo a mí mismo y luego a un tipo de barbas sentado sobre mi cama”.
Todo había sido tan real que estaba convencido se trataba de un sueño; un
estado catatónico en el que yo mismo habría colocado las palabras que necesita
oír. No me quedaba la menor duda, mi imaginación me había mostrado el lado
amargo y el lado dulce de la vida aunque, me quedaban algunas espinitas ¿Por
qué todo había ocurrido a plena luz del sol? ¿De dónde conocía yo al tipo de
las barbas?
GRACIAS
A DIOS
Un
par de días después mi madre solicitó al maestro de matemáticas estar presente
al momento de la calificación. El profesor era una persona dura que no se
dejaba intimidar por nadie, ni siquiera por la mirada de mi “Jefa”, que ya es
decir mucho.
El
maestro fijó la hora y llegamos puntuales a la cita. El edificio de la
secundaria estaba vacío porque todo el mundo estaba de vacaciones. Era el
momento de la verdad. Yo tenía la plena confianza de que los primeros 70 puntos
eran míos, y en el supuesto caso de que hubiera un error, aun así llegaría a
60, calificación más que suficiente para brincar la situación, pero de los
otros 30 puntos (los de la última hoja) ni hablar, esos estaban fuera de mi
presupuesto por una sencilla razón: jamás desarrollé el ejercicio, no lo hice y
ni siquiera lo intenté.
Cuando
el maestro inició la calificación en presencia de mi madre y vi como cayeron
las primeras “palomas”… una buena, dos buenas, tres buenas… Me puse muy
contento, pero el viento cambió de dirección, y tras los primeros aciertos
llegaron tres errores seguidos, y al final un acierto más, para sumar un total
40 puntos. Ya no quise ver más e incliné la cabeza. Sin embargo, para mi
sorpresa el profesor pasó a la hoja final y le escuché decir, “Si desarrollaste
bien el ejercicio tienes 30 puntos más, y si no, pues paleta”. Luego se quedó
callado y empezó a palomear supervisando cada parte del proceso… Bien, bien,
bien… Volví la vista al examen y me preguntaba ¿Qué está haciendo el maestro?
¿Qué examen está calificando si yo NO desarrollé el ejercicio? Pero ahí estaba,
era mi letra, eran mis apuntes, eran mis números…
Sobre
el examen el maestro colocó la calificación de 7 pero me advirtió que en la
boleta aparecería como seis. Yo todavía le pedí la última hoja para ver lo que
“había desarrollado”. Estuve a punto de confesarle al maestro que yo no había
hecho eso, pero de haberlo dicho, además de “burro”, habría pasado por
fantasioso. En el trayecto de regreso a la casa, mi madre alcanzó a decir:
“Pues gracias a Dios pasaste el examen”… Recuerdo muy bien aquel momento porque
le respondí: “Pues sí, tienes toda la razón… Gracias a Dios”…
¿Acaso
era posible que un tipo tan alejado de la religión tuviera una revelación de
esa índole? Yo pude haber imaginado lo que ocurrió en mi cuarto, pero ¿quién
hizo el ejercicio matemático de la última hoja? Esa ya no era mi imaginación.
Lo platiqué con un amigo que era monaguillo, luego lo quise abordar con un
psicólogo, pero el momento se fue diluyendo y además me tomarían por mariguano
o protagónico.
SÍ,
SÍ ES ÉL
De
vacaciones en la ciudad de México le platiqué a uno de mis primos mayores, que
por aquel tiempo era muy religioso y muy metido en estos temas, lo que me había
sucedido, y cuando terminé de contarle me pidió detalles sobre la descripción
física del personaje. Me sometió a un interrogatorio grueso y pensé que era para
agarrarme en la mentira, pero al final concluyó: “No, no era Jesús al que tú
viste, el que se te apareció fue otro” Luego me llevó al cuarto de su madre
(hermana de la mía), en donde estaba la imagen gemela de San Judas Tadeo… Lo
tomó en sus manos y entonces me dijo:
–
Velo bien… ¿Era él?...
–¡Carajo!
Sí, efectivamente, ese era el rostro del hombre al que había visto… En sueños,
catatónico, borracho o mariguano, pero había platicado con el santo al que le
reza mi madre. Muchos años después sabría que se le conoce como “El santo de
las causas imposibles”. Mi madre le rezaba a él y le pedía por mí, pero por qué
pude verlo yo, si ella lo merecía más.
Con
el certificado de la secundaria en la mano les prometí a mis padres que
seguiría estudiando sólo para darles la satisfacción de estar en una fiesta de
graduación, aunque en realidad estuvieron en dos: en la fiesta de la
preparatoria, y en la fiesta de mi carrera profesional cuando me gradué como
licenciado en periodismo.
Durante
30 años mantuve con reservas este suceso por temor a que la gente se burlara de
mí, pero pienso que sí las cosas malas tienen publicidad por qué esto no debía
darse a conocer. Sigo siendo muy escéptico y muy alejado de la iglesia, pero lo
que me ocurrió aquella tarde fue muy raro y muy bello ¿Locura o milagro? Cada
quien tendrá su propia definición. En tanto, les anexo una foto con la imagen
de San Judas Tadeo que mi madre aún mantiene en su cuarto.
Francisco
Verdayes Ortiz
Cancún,
Quintana Roo, México
Miércoles
28 de septiembre de 2011
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